La vejez es percibida erróneamente como una etapa aislada y triste en la que los mayores son una carga para los familiares, siempre ocupados en sus vidas hiperactivas. Digo erróneamente, porque diversas investigaciones evidencian que, mientras el cuerpo aguanta, los mayores son plácidamente felices. En general, gozan de una felicidad no estridente, que con sapiencia y buen hacer saborea la cotidianidad que a los demás mortifica.
Esto no será así, no puede ser así. En estos días de tristeza confinada no puedo imaginar el desasosiego, la desazón, la tristeza e impotencia de tanto mayor.
Se están poniendo sobre el tapete algunos temas con desgraciado dramatismo y sobre los que debemos reflexionar serenamente:
La vejez debe ser ese momento de la vida que pasa con placidez y en el que se acumulan experiencia y sabiduría. No debe entenderse como un aburrimiento solitario. Sabe uno que al final del camino no hay prisas, sino lo contrario. La edad proyecta es o debe ser el momento culminante de la vida.
Vivir es envejecer. Estamos hechos de tiempo y materia, y ambos se corrompen, se extinguen, pero hay que hacerlo con total dignidad. Esa es la obligación de la sociedad: devolver lo recibido de los mayores y garantizar su buen marchar.
Todo infortunio esconde alguna ventaja: la desgracia del COVID-19 nos hará tomar conciencia de que mimar a los mayores es una cuestión de dignidad individual y social.
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