Quiero imaginarme tu voz de cuando eras niña. Puedo recordarme mirando al cielo en el recreo, rodeado de cien niños, dejando de verlos mientras sueño y en ese sueño estabas tú.
A tu niña le gustaba hablar. Victoria daba golpes bajo la mesa y tú, corriendo hacia la puerta, para volver y sentarte en tu silla pequeñita en las tardes muy cerquita de la lumbre, y decirle que allí no había nadie e inventarte alguna historia mientras ella sonreía al mirarte. Y quizá en uno de tus silencios ella pudiera dar otros tres golpes por debajo de la mesa.
Te echo de menos en algún lugar donde nuestras vidas estaban lejos la una de la otra.
Te miro, te abrazo, te siento, y no me importa lo que nunca pasó y sí lo que está por pasar mientras pasamos.
Cuando eche de menos estas sillas, esta mesa, las pareces del salón, el marco de madera envolviendo nuestra fotografía. El faro que nos alumbra después de haber sido alimentado por el sol de la mañana. Cuando eche de menos a los dos niños que ahora posan juntos después de 40 años sin saber ni que existían, el sonido del “te invito a pasar”.
Cuando todo lo pasado es ese tiempo vivido.
Te echaré de menos. Aún sabiendo que tú eres mi único infinito.