A la orilla del museo de paredes rojas esperó mi corazón en la entrada. Nube de miradas, ojos como hojas, apareciendo del otoño y desde arriba
y de la nada.
Cien corazones latiendo en mi palabra. De un cielo virgen de agua se llenó mi pecho y mi barriga, tatuando cada beso en la mejilla como los brazos de los abrazos
entre ¿poesías? que me besaron poco antes de ser compartidas.
Una función: el lenguaje. Y un sueño abriendo los ojos para hacer, de la voz, un traje.
El canto de una mariposa aleteando el aire que me hacía respirar y sentada junto a mí. Como un verso cerquita de una prosa susurrada junto al mar y para ti.
Quien me vio crecer,
justo enfrente de mí. Cada carita templada era mi vida en el centro y me hizo sonreír.
Y los nervios fueron olvidados por recitar desde dentro hacia afuera, en el silencio de aquella sala tan llena.
Los aullidos de mi alma me erizaban la piel sin apenas daros cuenta.
Una tormenta silenciosa dando las gracias, sin saberlo hacer. Mi corazón repleto fue la luna que aquella noche estaba llena también.
Un sueño, al fin compartido: Jugar con las bajadas. Cada verso mil palabras y cada una de ellas, mil besos divididos.